19 de abril de 2024, viernes.
La vida es transitiva y necesita de escritura. Así como el verbo tengo necesita un complemento: yo tengo un blog. Resuelto. Resuelto es mejor que solucionado y resolvido. Lo irregular singulariza. Tengo un blog, decía. Tengo a secas un blog, en un principio. Un blog que languidece: decae, desfallece…, flojea, para que se me entienda. Quien debe escribir en él no escribe ya tanto en él, sino que escribe más allí. Allí es un deíctico, como sabes, que indica dos espacios: una página web donde los libros, Zenda, y cientos de folios de papel de buen gramaje corridos a tinta Bic. Porque ahora escribo más con un Bic azul sobre papel blanco, cómo si no. Antes era con tinta de gel negra, pero es cara y suelto lastres. En Zenda, ya sabes de qué escribo. En el papel, por el contrario, escribo porque quiero encontrar algo. Llevo cuarenta páginas, que quemaré en cuanto lo consiga. Yo quemaba lo que escribía cuando tenía diecisiete años. Aprovechaba que no había nadie en casa, me metía en el baño y hacía piras vespertinas. Era emocionante. Si las llamas ascendían más de la cuenta en la taza, tiraba de la cadena. Parece ficción, pero es verdad. Bueno, verdad escrita en un blog. No sé si resulta verosímil, pero cuando tiraba de la cadena miraba lo que me quedaba por quemar y estimaba si continuar o seguir otro día. Miraba el reloj, y calculaba. Era divertido. Solo lo hacía cuando estaba solo. En casa. Solo en casa. Después abría las ventanas. Mucho. A todo lo que daban. Me sorprendí soplando alguna vez. Hacia fuera. Parecía gilipollas. Daba igual si era invierno. Daba igual si el piso estaba caliente, confortable. Lo enfriaba por la escritura. He hecho muchas estupideces por la escritura. Este texto, por ejemplo. Nadie nunca se percató de mis piras. Nadie nunca, ninguno de mis hermanos, dijo «huele a quemado». Estuvo bien. Aquellos ochenta. Mis ochenta… En ocasiones los echo de menos. Y decía que llevaba cuarenta folios escritos con Bic y no lo encuentro. No encuentro lo que quiero encontrar para contar y transformar en una historia, relato o cuento. Yo no sé contar; eso también es verdad, pero la desesperación no es buena, y empiezo a desesperarme. La escritura desesperada es ambidiestra, como el conserje de mi instituto. Miguel es ambidiestro, en cambio yo, sí, yo también podría pasar por ambidiestro: escribo con las dos manos sobre un teclado. Ahora. Este texto emerge desde un teclado. Algo cada vez más raro en mí. Pero no dejan de estar buenos estos textos tecleados. Desprenden un olor sólido. No lo sé explicar mejor. No sé contar, ya lo sé. Más afines al pensamiento son, desde luego. Menos margen para la pérdida de ideas procuran. Los alumnos no terminan de entenderlo. Lo que es un deíctico, digo. Después sí, cuando maduran y tienen hijos. Porque siempre llega ese momento en que se acerca tu hijo con los deberes para preguntarte qué es un deíctico, papá. Mira, le dices. Mira mi índice. Aquí empieza todo, hijo, en el deíctico. Es cuando aprenden y la vida les enseña. Llevo mucho tiempo sin escribir aquí, decía, pero ya no. Acabo de darle a publicar. Allí.
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