Ramón Gómez de la Serna (jamono alegre de conciencia) y las greguerías

Ramón Gómez de la Serna y las greguerías

Después de Juan Ramón Jiménez, un poema podía reducirse, efectivamente, a una frase afortunada: a un hallazgo rutilante. Algo parecido pensaba Ramón Gómez de la Serna quien –según confesión propia–, venía escribiendo desde 1910 una suerte de metáforas subversivas que titulaba «greguerías». Hasta 1917, sin embargo, no publica la primera colección de ellas (repárese que es el mismo año del influyente Diario de un poeta reciencasado de Jiménez), a la que seguirán Las 636 mejores greguerías (1927) y las Novísimas greguerías de 1930, editadas por La Gaceta Literaria. Si el poeta de Moguer procedía de Verlaine y de Samain, Ramón reconocía unos orígenes algo menos selectos: todo el confuso mundo nietzscheano y decadentista que, con algunas notas de vanguardismo destemplado, dio su primeriza revista Prometeo (1910). En fidelidad a su exclusiva vocación literaria nada tenía que envidiar a Jiménez, pues ambos eran dos cenobitas de lo artístico en un país de literatura esencialmente impura; su mundo interior era, sin embargo, muy diferente: en Gómez de la Serna –y pese a que casi su homómimo le llamara «jamono alegre de conciencia»– había una cuerda de angustia íntima ante la muerte, de lancinante inmadurez ante el hecho sexual, de inquietud ingenua ante el misterio de lo inanimado, de hostigante pesimismo, que, con todo y responder a un agudo infantilismo personal, parecen recordar la tosca vitalidad –pecadora y penitente– de un poeta medieval.

Una greguería, siendo normalmente una asociación de ideas trivial, puede ser a veces mucho más profunda que una de las exhalaciones líricas de Juan Ramón. Una y otras, en todo caso, actuaron profundamente sobre la renovación del quehacer literario español. En el prólogo a su Flor de greguerías de 1958, Ramón definía su invento como la suma de «metáfora y humorismo», pero más acertada aún es la exposición que hace ante las Novísimas de 1930: «La greguería no es exactamente literaria, pero tampoco es enteramente vulgar y sedicente; no se sabe si se debiera vender en las cacharrerías o en las librerías; no es la primera versión de los objetos ni la últimas; es algo así como el paso de las horas y de las ráfagas de las cosas a una interpretación abandonada.» Es, por entenderla en términos a los que nos ha acostumbrado la lectura de La deshumanización del arte, un objeto trivial y fugaz (para cacharrerías o librerías, nada menos), es un juego que se descubre como tal, es un modo de epistemología (esto es, una forma de apropiarse de la realidad), es asunto de «cosas» (lo que incluye la consabida eliminación de lo humano en el escenario). No obstante lo cual, junto a greguerías que cumplen perfectamente esa misión próxima al «impresionismo intelectual» («en los pianos de cola es donde duerme acostada el arpa» o «las espigas hacen cosquillas al viento»), hay otras que intentan contar una realidad más angustiosa, casi quevedesca, destinada, pese a todo, a influir menos que la jocundidad que hay tras las primeras:

            «Aburrirse es besar la muerte

            «Hay suspiros que comunican la vida con la muerte.»

            «A la solterona le salió un cuerpo como si llevara dentro todas las muñecas rotas de su infancia.»

            La edad de Jiménez y Gómez de la Serna –contemporáneos estrictos de Ortega– les confirió la condición de maestros de la nueva promoción de escritores. El primero la ejerció casi dictatorialmente a través de un cuantioso epistolario (sus cartas son una excepción de gracejo en un país de escasa tradición: en este género de comunicación) y a través de fundaciones literarias como la revista Índice (que tuvo también una colección de libros de poesía) y . La influencia de Ramón Gómez de la Serna se diluyó más como ejercida que fue desde la tertulia sabatina en la botillería de Pombo, muy cerda de la madrileña Puerta del Sol. Un cuadro de José Gutiérrez Solana –hoy en el Museo de Arte Moderno de Madrid–, inmortalizó la nómina de plantilla de aquellas reuniones un tanto histriónicas y deslavazadas: pintado en 1920, recoge las imágenes de Mauricio Bacarisse, el venezolano Pedro Emilio Coll (fundador en su país de la importante revista postmodernista El Cojo Ilustrado), Tomás Borrás, José Bergamín, el dibujante Bartolozzi, el crítico de arte Manuel Abril y, por descontado, Ramón y el autor del cuadro, Solana. Como puede verse, un parnaso transicional entre la bohemia y el vanguardismo que fue, durante muchos años, anfitrión de la intelectualidad europea que recalaba en Madrid (Giovvanni Papini fue uno de los visitantes más impresionados y llevó a su Gog una viñeta del café) y organizador de banquetes a Ortega, Luis Bello, Enrique Díez-Canedo, «Azorín», Valéry-Larbaud, Giménez Caballero e incluso al romántico Larra y a «Don Nadie».

José-Carlos Mainer en La Edad de Plata (1902-1939). Ensayo de interpretación de un proceso cultural. Madrid: Cátedra, 1981, págs. 205-207


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