Detrás quien quiera, delante quien pueda es el grito que lanza Sergio (Ranger) cuando inicio con él la marcha por las trochas de la Sierra de Cazorla, Segura y las Villas. Para entender qué significa esa expresión basta ver esta fotografía:

Sergio es mi hermano y podría trabajar como sherpa en el Parque Natural de la Sierra de Cazorla, pero se gana el pan como profesor de instituto, haciendo radio con sus alumnos y dirigiendo cortos en sus escasos ratos libres, ya que es padre de una familia numerosa y azarosa. Es el cuarto Munuera Montero. Sergio se orienta muy bien en la montaña y parece un Jimny, un verdadero cuatro por cuatro; cuando mete la reductora y afronta las trochas, nos cuesta trabajo seguirle. Sergio siempre viste con alguna prenda naranja. Lo distinguirás.

El despertar de mi afición por el monte comenzó hace tres años, cuando desde agosto de 2021 empecé, junto a mi hijo, la primera excursión potente con él y con algunos amigos. Cuando escribo potente me refiero a una excursión que supere los veinte kilómetros entre pistas, veredas, senderos y trochas. De ese tipo fue también la que realizamos el jueves 10 de agosto de 2023, día de san Lorenzo y en Andalucía én plena ola de calor.
El miércoles 9 llegamos al campamento El Chaparral hacia las siete de la tarde, donde habíamos reservamos una cabaña para pasar la noche, pero…, al final, debido a lo caldeada que estaba, decidiríamos dormir al raso en uno de los claros que había junto a las cabañas. aprovecharíamos el cielo estrellado y las lágrimas de san Lorenzo de esa noche.

Hasta la hora de la cena, mi hijo yo estuvimos paseando por los senderos de El Chaparral. Bajamos y nos sentamos junto al río Guadalquivir y sigilosos, nos pusimos a observar algunas aves: descubrimos un pico picapinos y un arrendajo euroasiático. Lo demás, un silencio vespertino reparador, propicio para la oración y contemplación. Pequeño paraíso entre algunos trinos y algún susurro provocado por la brisa en la copa de los árboles.
Más tarde, nos apostamos detrás de algunos árboles de la plazoleta de la Virgen del Robledal esperando a que llegasen algunos pájaros al comedero. Habíamos echado semillas y cacahuetes, pero no hubo suerte. Eso sí, cuando regresamos al día siguiente por la tarde, después de la marcha, comprobamos que sí habían desaparecido. Nuestro deseo en un pozo.


Hacia las diez de la noche nos dirigimos al Chiringuito Jabalí para cenar algo. Allí, entre jabalíes y turistas, cenamos carne de monte, morcilla y lomo de orza. Regamos con cerveza. Y no exagero cuando escribo que comimos entre jabalíes porque hacia esa hora, serían las diez y media de la noche, el paraje se llenó de suidos y lechones que esperaban a que los urbanitas los saciasen con las sobras de sus mesas. Hay algo repugnante en todo esto, lo reconozco. Algo que raya con la naturaleza del lugar. Conseguí capturar con la cámara del móvil a uno de ellos. Mira qué jabalina:

Hablando de jabalíes, ayer leí una entrada relacionada en el blog La pluma del cormorán, y que ahora les recomiendo. En ella se denuncia la proliferación de este animal por los parajes cercanos a sitios urbanizados de la sierra: “La plaga de los jabalíes”. Desde luego que hay que actuar contra tantos jabalíes. Como no tienen depredador natural abogaría por aumentar la cuota de caza o reintroducir una especie como el lobo, tanto en Sierra Morena como en la Sierra de Cazorla, Segura y las Villas. Sí, por supuesto que soy partidario. Regeneraría todo el Parque Natural.
Después de la cena regresamos al campamento, pero debido al calor que seguía haciendo dentro y fuera de la cabaña, decidimos dormir a la intemperie. Dispusimos los sacos de dormir sobre unas colchonetas y todo parecía tranquilo: autillos en la cercanía, estrellas fugaces en el cielo, san Lorenzo llorando, hasta que… hacia las cuatro de la madrugada apareció un zorro. Habíamos casi conciliado el sueño, o estábamos a punto de hacerlo, cuando Fran pegó un respingo sobre su colchoneta que nos despertó a todos: el zorro había acariciado con su hocico su cabeza. Miramos alrededor y conseguimos enfocar con las linternas led a la raposa. Allí estaba, mirándonos; y no tenía intención de irse. Estaría a unos cuarenta metros. Comprobamos que llevaba entre los dientes uno de los calcetines que habíamos dejado junto a las botas. Comprobamos que se los robó a Sergio. El zorro no se iba. Seguía amenazante (aunque la verdad, poco amenaza un zorro), y no nos quedó más remedio que levantarnos y hacerle aspavientos para que huyera. Pero nada. Entonces, no nos quedó más remedio que lanzarle algunas piedras para que se perdiera. Y se alejó. Huyó. Ahora sí, pero con el calcetín de Sergio entre sus dientes. Regresamos a los sacos de dormir, aunque nos costaría conciliar el sueño, a pesar de que la noche se quedó iluminada hacia esa hora, las cinco de la madrugada, con la luz de una resplandeciente luna. A ver quién se dormía con un zorro merodeando por allí. Nuestra naturaleza urbanita nos mantenía expectantes. Hacia las cinco concilié el sueño. Mi hijo, creo, se durmió un poco antes, como comprobé. Eso sí, noté que se había pegado más a mí. Hacia las seis y pico nos despertó el canto de un gallo. Su estridente cacareo ahogaba el placentero sonido de los primeros trinos de la mañana. Habíamos quedado con Carlos, el quinto componente de la excursión, en la entrada de la casa del campamento. Había que ponerse en marcha.
Salimos hacia las siete y media de la mañana. Teníamos que llegar en coche hasta el Puente de Hierro, pero pasado el camping de los Llanos de Arance, cerca del Cortijo del Huerto, tuvimos que aparcar el coche debido a que la barrera forestal estaba cerrada. Preguntamos a uno que corría por allí si el día anterior estuvo también abatida y nos dijo que sí, que debido a la ola de calor por lo visto habían decidido cerrarla para evitar el tránsito de coches por la pista forestal. Aparcamos el coche, y echamos a andar tomando la ruta Félix Rodríguez de la Fuente durante ocho kilómetros, aproximadamente, y empezamos a sudar. El camino era suave porque íbamos recorriendo una parte del perímetro del embalse del Tranco.

Desde la pista se podía divisar el escenario donde Félix Rodríguez de la Fuente grabó la escena de la berrea del venado.
Abandonamos el sendero de Félix Rodríguez de la Fuente y giramos, tras el Cortijo de las Ánimas, hacia el Cerro de las Calderetas. Comenzaríamos el primer ascenso duro que nos llevaría hasta Las Canalejas, objetivo principal de la excursión. Todo ascenso es duro en la sierra. Hay que señalar que íbamos con hora y media de retraso porque el plan que teníamos se nos derrumbó porque tuvimos que esperar cerca de una hora para comprobar si la barrera forestal la iban a abrir o no. Abierta, nos hubiese permitido llegar hasta el Puente de Hierro, que era el punto desde íbamos a empezar la marcha, ahorrándonos un par de horas de calor, pero ese recorrido tuvimos que hacerlo a pie. Esa hora y pico nos desmontó la programación y los tiempos. Además, una de las razones por las que queríamos llegar por la pista forestal hasta el Puente de Hierro era evitar el calor que finalmente se nos echó encima antes de lo que pensábamos: era 10 de agosto y media España estaba en alerta por calor. Debimos reconsiderar el itinerario, porque también nos habíamos equivocado en un cruce de caminos, pero había árboles y sombra y decidimos seguir. La montaña siempre tiene esta parte de pura aventura.

El ascenso nos llevó a los parajes del Cortijo de las Malezas, de Pontones, a las Casas del Rincón, los Archites, el Estrecho de los Centenares y Las Canalejas, nuestro objetivo final. Llegamos muy cansados. Llegué, particularmente, agotado. Me hubiese gustado ser el águila real joven (con manchas blancas en las alas) que divisó mi hijo encima de nuestras cabezas. Qué bien se ven esas aves cuando haces cima. Además del águila real divisamos una águila calzada y un buitre leonado. Hubo pinzones vulgares por el camino, pero como la majestuosidad de las águilas, nada.

No obstante, pensé, por lo agotado que había llegado -algo raro en mí- que no sabía si iba a tener fuerzas para regresar, ya bajando, hasta el Cortijo de Mirabueno, cerca de donde estaba el coche. Reconozco que sudé como nunca lo había hecho, entre otros motivos porque elegí mal mi vestuario, concretamente la camisa que llevaba era más propia de invierno que de los 43 ºC que hacían ese día. De hecho, la situación en la que me encontraba me recordó a la secuencia de la película La Misión, donde Robert de Niro ascendía tirando de la carga de sus pertenencias, y de sus pecados. Igual iba yo. Purgándome. Siempre había sido del delante quien pueda¸ pero me veía donde nunca me había visto, en el detrás quien quiera. No quería, pero la expresión es un elegante tropo. Fue una sana cura de humildad, incluso mental, incluso física, incluso vital. Fue un amargo y puro reseteo existencial. Gracias.

En Las Canalejas comimos a la sombra de una higuera y una fuente, que nutría una pila que sirvió de lavadero hace cien años, y que tenía la misma estructura que el que muestro en la siguiente fotografía, que pertenece a Los Archites. Estas construcciones eran frecuentes por donde íbamos porque hacía cien años servían a los pequeños núcleos de población compuestos de quince o veinte familias. Allí hubo mucha vida, pero hoy son ruinas.
Lamenté, cuando regresé al campamento, las pocas fotografías que tomé durante la marcha. El cansancio absorbió la energía para sacar el móvil de la mochila y hacer fotos. Hasta ahí llegó mi falta de energía. Las tomé al comienzo de la ruta, pero no subiendo, ni bajando después, ni en ningún otro momento. Había lugares que me recordaban a los escenarios imaginarios de El Señor de los Anillos, como parte del trayecto junto al Aguaderico. Pero si tienes curiosidad por conocer con fotografías el lugar e historia de Las Canalejas, iglesia incluida, no vas a tener problemas: realiza una búsqueda en internet y aparecerán suficientes referencias. La historia de este lugar es singular y está muy bien sintetizada en este artículo de Pepa García en La Verdad: “Canalejas difunde los valores de la Sierra de Segura entre los estudiantes”. Incluso –no lo sabía– existe una película de Joaquín Lisón con su historia.

Después de comer visitamos la iglesia derruida, y el cementerio san Casimiro, con un centenar de tumbas y otra historia singular, la de los tres mirlos blancos. Echas algunas avemarías entre esos muros y te estremeces un poco debido al lugar que pisas, un cementerio en mitad de un Parque Natural. Sales de allí santiguándote, y comenzamos la marcha hacia Majal Alto, a unos 1500 m. La última subida. Me confortaba pensar en las etapas más duras del Tour de Francia, y me animaba a mí mismo. La montaña te obliga a dialogar contigo, y te buscas y te encuentras. Y sientes que la cabeza se vuelve más sana.
Antes de bajar, debatimos si subir a Los Centenares, pero decidimos que, debido al calor y al retraso que llevábamos, lo dejaríamos para otra ocasión. Adjunto imagen de Google Earth de los centenares y lo cerca que estaban de Las Canalejas, pero una vez que decidimos que no, nos olvidamos.


La bajada final, de unos diez y quince kilómetros, demandaba atrochar. A mí no me disgustan las pistas forestales y los caminos, pero si puedo atrochar, atrocho, eso que te ahorras. Además, es mucho mejor y más divertido. Así pasamos, mi hijo y yo, por el Estrecho del Gallo, la Hoya de la Santora, la casa forestal Fuente del Roble para recorrer bajando, junto al arroyo Aguaderico. Había que atrochar, y atrochamos siempre que pudimos, hasta que llegamos al Cortijo de Mirabueno. Atrochando, además, era la única manera de encontrarte con imágenes como esta: una raíz abrazándose al terreno y evitando su erosión:

Olvidé contar que antes de bajar desde el puerto del Majal Alto, el grupo (éramos cinco), se dividió en tres. Sergio tomó solo un camino que le llevó a la desesperación, puesto que desembocaba en un cortijo sin posibilidad de atrochar más. Tuvo que ingeniárselas para llegar al punto de encuentro por otro sitio, y llegar donde estaba el coche. Tuvo que desbrozar el terreno y la experiencia no fue positiva. Aquí hay una imagen que compartió en archivo Google Earth. Fue una salvajada lo que hizo: bajar desde Majal Alto haciendo un recto:

Carlos y Fran decidieron tomar otra línea recta, pero iban tocando, y atravesando el camino de tierra y la pista forestal cuando se la encontraban. Atrocharon por encima de sus posibilidades y fue la opción más rápida, aunque solo llegaron diez minutos antes que mi hijo y yo. Sergio seguía haciendo de Rambo.
Como he dicho, Rodrigo y yo continuamos por la pista forestal que desembocaba en el punto de encuentro, eso sí, atrochando siempre que pudimos y siempre que nuestras rodillas nos lo permitían. Eran las cuatro y pico de la tarde de la tarde y la temperatura rozaba los 45 ºC. Gracias a Dios, llevábamos en las mochilas agua suficiente (unos dos litros aún) que dosificamos durante la bajada porque sabíamos que no había fuentes.

Hacia las 17.30 h nos reunimos en el punto de encuentro y casi sin mediar palabra por lo agotados que habíamos llegado, nos dirigimos en coche hacia el bar del camping de los Llanos de Arance, donde, entre cervezas y refrescos, departimos y comentamos la dura jornada. Pedimos carne del perrón, pero nadie sabía lo que era y no nos la comimos. Pagamos y nos dirigimos al campamento, donde nos esperaba la piscina y un merecido chapuzón. Dos horas después, estábamos en Jaén.
Finalmente fueron 24 kilómetros con un desnivel positivo de 1000 metros. Ni Pogaçar, amigo.

Las excursiones siempre te enseñan. Y te enseñan porque te mides contra ti mismo y contra el entorno. En esta ocasión fue determinante, en mi caso, la mala elección de vestuario. El equipamiento es esencial. Pero es comprensible. Esta afición, si bien siempre ha estado latente a lo largo de mi vida, es ahora cuando le estoy dedicando más tiempo. Nunca había necesitado equiparme al más alto nivel porque las salidas eran esporádicas, pero ahora… El equipamiento en su conjunto es importante: botas altas, cómodas y resistentes, pantalones más anchos que embutidos y camisas transpirables y a ser posible, con protección solar incorporada, que las hay. Lo de ir casi como un tuareg es, sobre todo, para evitar picaduras y garrapatas, además de los rasguños que evitas cuando atrochas por los parajes con zarzas y arbustos.
Tengo que agradecer a mi hijo su disposición continua para aligerar la carga de mi mochila: echamos frutos secos de más, que tuvimos que cargar y nos los consumimos al final. Quién tuviera ahora quince años para brincar como brincaba él, casi sin esfuerzo por las pendientes de la ruta. Ofreciéndose, eso sí, con un exacerbado deber filial, a ayudar a su padre sin dejarlo en ningún momento solo. Qué orgullosísimo estoy de él.
Y he de agradecer también a Carlos y a Fran su compañía. A Carlos como profesional del senderismo y a Fran, su empuje como atleta. Y cómo no, qué rara y distinta hubiese sido esta marcha sin la compañía y el arrojo de mi hermano Sergio. Ha sido otra experiencia inolvidable, la tercera entrega de este tipo en tres años. Hay que ir preparando la siguiente, puesto que nos gustaría ir a la berrea hacia finales de septiembre y principios de octubre. Pero Dios dirá, como siempre.
“El hombre con el que me encuentro suele enseñarme menos que el silencio que rompe”
H. D. Thoreau, El diario (1837-1861).
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